Si hay una imagen, una postal que refleje el sentir, la forma de entender la vida y el origen de la felicidad gaditana, la encontraréis un domingo cualquiera de verano en la playa viñera de La Caleta de Cádiz. Mi buen amigo y colaborador de Euskádiz, Juan dos García, ya nos hizo hace unas semanas un bonito reportaje sobre La Caleta, en el que nos describía los principales rasgos de este espacio singular.

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Acerca de cuál sea el origen profundo de esa felicidad y esa sugerente manera de entender la vida que tienen los gaditanos he escuchado distintas teorías: que si el sol y la luz casi permanentes; que si una historia trimilenaria repleta de grandes culturas que han dejado un poso indeleble; que si el maremoto de 1755, que cambió la vida de la ciudad; que si un sentido del tiempo más pendiente del fluir de sus vientos que de su propia existencia. En fin, el caso es que esa romería playera que se produce todos los domingos de verano en esta playa urbana,  esos campamentos familiares organizados bajo una reglada división del trabajo que establece los roles en materia de transporte, montaje o preparación de viandas y demás condimentos convertidos, en un breve espacio de tiempo, en el festín previo a una siesta profunda, son una de las manifestaciones de la alegre sociabilidad gaditana, esa que hace que en Cádiz la gente raramente se sienta sola. Es la playa feliz, ajena al devenir del tiempo.

Para fin de fiesta queda lo mejor: ese atardecer que anuncia las puestas de sol más apacibles y coloristas que quepa imaginar, sumiendo en penumbra a los grupos de alegres jugadores/as de bingo o parchís medio ocultos bajo el suave murmullo de unas olas que se llevan el reciente bullicio dominguero.

Lo que hay que declarar patrimonio de la humanidad es la forma de entender la vida de los gaditanos: «vivir al día y buscar la felicidad también entre los intersticios”(Carmen F. Morillo)

Postal de Antxón Urrestarazu

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