Las montañas gipuzkoanas han formado parte desde muy temprana edad de nuestro habitat natural. Es conocida la gran tradición montañera existente en el País vasco, y quienes nos seguís conocéis de sobra nuestra afición por las montañas y el senderismo. Las botas de monte forman parte de nuestro equipaje en cada uno de nuestros viajes. Es lo que ocurre cuando subimos al norte a visitar a nuestros familiares y amigos: una escapada a Adarra, Txindoki, Ernio o Aizkorri forma parte de cada una de nuetras visitas.
Hoy os contaremos nuestra última ascensión a uno de los iconos de las montañas vascas: el Txindoki o Larrunari, el “Cervino” vasco.
El Txindoki (1346 m), situado en uno de los límites de la Sierra de Aralar, es el vigía de la comarca gipuzkoana del Goierri. Localidades como Beasáin, Ordizia, Zumárraga, Zaldivia o Amézketa se despiertan cada día bajo la estricta vigilancia de esa bella montaña que cambia su figura según la posición desde la que es observada. La más popular es la que remarca su afilada punta, recordando al espectacular pico suizo Cervino o Matterhorn.
Como muchos de los más conocidos montes vascos, Txindoki no es ajeno a las leyendas de la mitología vasca. Así, se cuenta que “Mari” la diosa del olimpo, la que se bebe la vida de los hombres y los hace infelices, tiene aquí una de sus moradas. En el pico Anboto tiene una de sus cuevas favoritas.
Su afilado pico y su espectacular arista han sido siempre punto de referencia para escaladores y alpinistas. No en vano la famosa alpinista vasca y reina de los ocho miles, la tolosarra Edurne Pasabán, hizo de Txindoki uno de sus lugares preferidos de entrenamiento.
Acompañado de mi buen amigo Tomás, lo que se conoce como el amigo de la infancia, partimos desde el aparcamiento de Larraitz, para realizar la subida por Egurra, una de las más habituales.
Tras bordear uno bello y esbelto pinar, nos acercamos a las majadas de Zigárate, y tras dejar atrás las bordas de pastores, unas de las cuales dan el nombre Txindoki al Larrunari, alcanzamos el collado de Egurra, desde donde atacamos la cima por un terreno de hierbas y rocas, en el tramo de mayor pendiente de la subida.
El premio no puede ser mayor. Las vistas desde la cumbre son maravillosas. Con razón estableció aquí Mari una de sus moradas, la que le permitía controlar gran parte del territorio vasco.
El modelado kárstiko y sus distintos componentes nos resultan muy familiares, acostumbrados como estamos a las grandes moles calizas de nuestra Sierra de Grazalema y a sus lapiaces y dolinas. Lo que más no sorprende son las magníficas campas verdes de Aralar, salpicadas por los enormes rebaños de ovejas, que producirán los exquisitos quesos de la comarca. Y por supuesto las hayas, esos singulares y bellos árboles de nuestros bosques vascos.
Y, por supuesto, no podía faltar el tradicional hamaiketako, lo que con tanto éxito hemos implantado en nuestras excursiones gaditanas.
Ya solo queda descender y guardar en la retina las bellas imágenes de una jornada montañera extraordinaria, que debo en gran parte a mi buen guía y amigo Tomás.
Texto y fotos: Antxón Urrestarazu Echániz
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