Esta mañana de martes he cambiado mi rutina. Antes de quedarme pegado al teclado del pc, como de costumbre, me he dado un paseo por la playa de La Puntilla (El Puerto de Santa María). Esto es lo bueno de las playas cercanas a núcleos urbanos, que puedes recibir el día con un baño rápido, rodeado de naturaleza, y luego seguir con tus tareas cotidianas como si nada. Pero cuidado con los martes, porque hay mercadillo para pecar y, una vez entregado a la “difícil faena del disfrute”, a ver quién cambia un desayuno tranquilo en el Bar Vicente por las teclas.

No hay nada como un paseo mañanero, con baño incluido, para aclararse las ideas y caer en la cuenta de que los grandes placeres son las pequeñas cosas del día a día. Cuando algunos lectores felicitan a Euskádiz por describir su tierra como ellos no son capaces, aún viviendo en ella, pienso que lo que les pasa es precisamente eso, que han olvidado que aquello que hacen, ven y disfrutan a diario es lo extraordinario para el viajero, una maravilla que se quiere llevar consigo y que la cámara no atrapa por mucho que lo intente. El que se da cuenta de ello, suprime el teléfono, las fotos, la tablet y comienza a mirar, a escuchar, a afinar el olfato y descubre el territorio mágico al que Euskádiz nos quiere enganchar. Para eso estamos los euskadianos del norte y del sur, para despertar los sentidos al viajero y al residente; para mirar, como yo esta mañana, con ojos de “todo es nuevo” o despertar los recuerdos de aquellos momentos en que nos sentimos dichosos de poder vivir, disfrutar y contar a los otros estas pequeñeces que, la mayoría de las veces, son las que nos llevamos en la memoria y nos hacen volver.

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Para que esto ocurra, amigo/a, tuve que irme a la Playa de La Puntilla muy de mañana, salvando los rigores del calor en horas tardías y aprovechando su luz dorada. Para el que no lo sepa, este rincón está en El Puerto de Santa María, es la playa más cercana a la población, a la que puedes ir caminando si te alojas dentro de El Puerto y no entra en tus planes sufrir el coche de todos los días. Pero si te quedaste en Valdelagrana o en cualquier playa de la Costa Oeste, tampoco es problema; si practicas la bici, tienes carril para llegar.

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Sí, ya sé que algunos pensarán que para qué voy a ir hasta allí si tengo kilómetros de playas estupendas justo frente a mi terraza. Pues es cuestión de sensaciones, ya te digo. Las mejores, para mi gusto, de mañana o al caer la tarde; no soy muy amigo de la “chicharreta” de horas punta, cuando lo que me apetece es un vino de la tierra a la sombra de una taberna, de una parra o de un patio con limoneros y aspidistras, o la fresca penumbra de una bodega.

La Puntilla, que es como La Caleta, pero de los portuenses, está ubicada al lado de la desembocadura del río Guadalete, o río del Olvido, como nos recuerda Alberti en su arboleda perdida.  Frente a la playa se encuentran los pinares y dunas de San Antón, masa forestal de pino piñonero y retamas, donde podemos encontrar algún camaleón si afinamos la vista.

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En el otro extremo, se encontraba la Playa de la Colorá, ahora parte de los terrenos de Puerto Sherry. Amigo Antxón, me da por pensar que la costa baja formando una serie de arenales rojizos hasta El Puerto de Santa María que divisaba el personaje de tu querido Baroja, Shanti Andía, desde la Alameda de Apodaca no era otra cosa que esta playa de la Colorá.

Hoy es martes, con lo que el Paseo de José Luis Tejada te regala dos vistas: la del agua y sus barquitos y la del jolgorio de “los gitanos”, que es como se le llama aquí al mercadillo de los martes. Ya que viniste hasta La Puntilla, a la vuelta, pásate por él, que lo mismo encuentras algún chollo. Esta feria de colorines disparatados, de empujones, de ofertas y reclamos en colores ácidos de la que disfrutamos por la zona no la superará nunca ningún comercio «chic» de la redonda. Donde haya un mercadillo, en verano y de vacaciones ¿quién se resiste a comprarse algo aunque luego despierte del febril impulso preguntándose por qué lo hizo? Bueno, si no caen unas alpargatas playeras, por lo menos unos encurtidos.

La playa, a estas horas, se despereza tranquila y deportista. El sol aún no calienta con toda su rabia y se camina a gusto por el paseo marítimo, Huele a campo y a mar. Sordos susurros en la lejanía de algunos bañistas tempraneros  y, de vez en cuando, se advierte el ruido en aumento de las pisadas de un corredor que me adelanta o el rápido rodar de las ruedas de las bicicletas. Hay bastantes personas que caminan a paso ligero y la terraza del Camping Las Dunas empieza a servir los primeros desayunos.

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Sin ser muy amante de los paseos marítimos, reconozco que éste tiene una masa forestal importante que lo convierte en agradable. A mi alrededor, de una sola mirada, advierto pinos y eucaliptos, palmeras, tarajes, araucarias, adelfas, aloe vera, pequeños pitacales, retamas, ibiscos y plantas aromáticas. Los vientos y la acumulación de arena han modelado suaves lomas de grama en los grandes parterres, recordando a cojines verdes gigantes en los que tenderse a la sombra de algún arbusto.

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Llegué hasta El Castillito, un bar de comidas sencillas alojado en mi memoria desde que aparecí por aquí la primera vez, a la edad de 14 o 15 años, y que lleva en el mismo sitio un “porrón” de años más (he leído que desde 1956). Es una construcción irregular, como de haberle ido añadiendo estancias, siempre muy blanca, a pié de arena y jalonada por un enorme eucalipto de tronco inmenso y ramas amplias que sombrean parte de la terraza. ¡Cuántas tardes me habré pasado ahí sentado, con un café o un refresco, mirando al mar, como si estuviera en un fin del mundo muy particular!, porque por entonces no había paseo ni de La Puntilla ni del Aculadero y para mí era como alejarme mucho para sentir más auténtica mi lectura: la segunda edición de bolsillo de la Antología Poética de Alberti (1983) o alguna publicación de García Márquez. En aquella época esto era El Puerto para mí, sentirme un raro marinero llegado de tierra adentro o imaginarme historias del mar que ocurren, como hoy, en días de la Virgen del Carmen, al más puro realismo mágico de Gabo. Ahora hay más gente, está todo más ordenado, pero sigue teniendo el encanto al caer la tarde, cenando temprano mirando el ocaso, oyendo la mecida de las ramas del eucalipto provocadas por la brisa y oliendo a mar.

A pocos metros está el chiringuito “El Moro”, otra construcción particular, de la que tengo, mucho más reciente, el recuerdo de comer sardinas y acompañarlas de un vino, disfrutando de las vistas, siempre anocheciendo, siempre buscando el fresco de la noche portuense.

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Al final de La Puntilla, tras pasar por estos dos recuerdos de mi estancia aquí, continué por el Paseo del Aculadero hasta la playita del mismo nombre, ya cercana a las instalaciones del puerto deportivo Puerto Sherry, a unos 200 metros. Llegué hasta el templete que se encuentra en la parte más alta, justo encima de la playa del Aculadero, donde ya empezaban a instalarse las familias con sombrillas y neveras.

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Avanza la luz y el sol comienza a calentar. Es la hora de un baño, aprovecho que la marea está alta para no destrozarme un dedo entre las piedras del fondo. Poco a poco la playa se va llenando, ocupan su lugar las gentes, sus sombrillas y sus hamacas. Unos pasean por la orilla, otros ya están tendidos. Mientras tanto, los servicios de mantenimiento van desapareciendo y la orilla empieza a parecerse a la de cualquier otra playa, pero sin “postureo”, que aquí el ambiente es una mezcla de popular y campista, familiar y tranquilo, de patio de recreo para el residente en El Puerto. Recuerdo, como en La Caleta, ver a señoras jugando al bingo, esparcir viandas y sombrillas a partes iguales, saludarse de grupo en grupo, hacer corros o improvisar unas coplas de carnaval. Hoy me ha tocado escuchar, a voz en grito, cómo algunas mujeres se quejaban de que alguien estaba haciendo fotos cerca de donde ellas, todas estupendas y ataviadas para la ocasión, hacían ejercicio al ritmo endiablado y machacón de alguna canción de moda. La monitora marcaba, con toda la gracia, los movimientos quita-grasas. El de la cámara era yo. Ni loco se me hubiera ocurrido tomarles una instantánea, aunque ganas no me faltaron, porque ese es
el encanto de estos sitios, de gente normal, de pequeñas acciones extraordinarias y pintorescas que dan color y carácter, que te dejan embobado, intentando retener momentos.

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De vuelta, otra vez por el Paseo José Luis Tejada, he pasado por la magnífica terraza que ha montado allí el antiguo Piriñaca (a ver cuándo paro a comer su caballa acompañada de lo mismo, es decir, piriñaca). Justo al lado comienzan los puestos de “los gitanos”, que ya están a tope, vendiendo todo. ¡Niiiiñaaaa, barato! ¡Mira que cosas tengo hoy!

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Aún es temprano. Me da tiempo a pasar por “los pepes”, o el Bar Vicente
, como queráis llamarlo, otro templo de sensaciones para el viajero que quiera buscar razones para viajar a El Puerto de Santa María. Pero esto último será ya otra historia por contar. ◊

Texto e imágenes: Alberto Reina Blanca.

Obra bajo licencia Creative Commons.